sábado, 7 de junio de 2008

El ciudadano contra la corriente.


Un hombre sencillo en el campo, mientras labra la tierra y se limpia el sudor de la frente con las manos marcadas por el trabajo constante, está dándole sentido a la vida, con las semillas que va depositando entre los surcos. En su cara a pesar del cansancio y de las arrugas profundas que le deja el sol, él camina esperanzado en la próxima cosecha. Y la lluvia le da la razón cuando cae y preña la tierra con frutos mágicos, para comer y vivir.
¿De quién es la tierra, de quién es el agua?
En Indonesia, con esos mares más celestes que los ojos de una virgen, y atardeceres tan amarillos, que emulan con creces cualquier oro, si la lluvia se atrasa los shamanes hacen sus ritos de magos contorsionistas, entrando en trance hasta que de una vara agorera brota un líquido, de misteriosa procedencia, que llena de júbílo a todos porque las lluvias volverán y habrá arroz para seguir viviendo.
No se ven los tractores despiadados, ni los químicos tóxicos que matan.
Los indígenas con sus miradas milenarias, corren a cobijarse en una cueva, que como un ojo de cuenca vacía está tallado en la ladera de la montaña, y esperan sin molestarse, que termine de caer el agua. En los campos no dejan el azadón hasta que la lluvia les impide seguir con su labor. Los cerros de verde oscuro, se pierden entre las sombras de la cortina de agua que cae a raudales, y con su sonido de marimba infiltrándose en la tierra, les avisa que no hay por qué preocuparse, las hortalizas, las papas y el maíz, están asegurados para la próxima cosecha.
¿Y entonces quién le permite al intermediario con su codicia y su maña, que los alimentos logrados con tanto trabajo, sean tan mal pagados?
¿Quién no ha sentido una fuerza misteriosa, mezclada con un infantil gusto festivo, cuando corta de un árbol, una naranja, un mango, una pera o una manzana?
La lluvia cuando cae sobre el mar, crea la ilusiòn de que lo está ayudando a aumentar su caudal. Y las olas agradecidas, se levantan como caballos chúcaros a celebrar, haciendo tronar sus espumosas crines, con la misma rebeldía que se han permitido siempre, desde que descubrieron que podían desafiar al relámpago, y al viento.
¿Le servirá de algo, al mar, seguir batiendo sus aguas, cuando la contaminación de las ciudades envenena a los peces y a los que los comen?
En nuestra casa, si se apaga el televisor y se pone atención a la lluvia, se puede sentir cómo su sonido tan particular, nos acaricia la siquis, dándonos un toque de naturalidad y calma.
¿Qué vamos a hacer cuándo se nos acaben las reservas de agua?
En la ciudad la lluvia empieza a caer y molesta a los transeúntes que se olvidaron el paraguas, a los que tienen que ir al banco, a los que deben viajar, a los que tienen que ir a comprar, a los que como hormigas tienen la esclavitud de ser eficientes y si se mojan se les daña la imagen.
Un auto pasa muy fuerte sobre la primera poza de agua y empapa a los distraídos. Insultos, dichos a media voz, contra el causante del agravio, deja a todos indignados y a la mayoría resfríados.
Si la lluvia sigue tocando nuestra ventana, aunque casi nunca le pongamos atención, ella seguirá diciendo con su repiquetear, que hay normalidad porque los campos están regados, la siembra y la cosecha, aseguradas, la sed del sediento saciada.
Hay que desear un poco más que la lluvia caiga, para ayudarles a multiplicar, a los shamanes de Indonesia y a los indígenas que labran la tierra, sus cosechas, que también, son las nuestras, .
Mientras siga lloviendo se seguirá completando el ciclo de la alimentación en cada ser viviente de este planeta, con la fuerza del azul y el verde en cada vuelta que da la esfera más amada y fértil, de la Vía Láctea.
Y camarones si se duermen, no habrá lluvia, ni agua, para seguir luchando contra la corriente.

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